Erase
una vez, un niño había cumplido los 9 años y había empezado la
aventura de su vida, el internado. Su madre lo había ingresado en un
colegio de una parte de Inglaterra cerca de su casa llamado St.
Peter`s.
Fue
víctima de una morriña en las dos primeras semanas de curso, así
que estaba planeando un plan para que le enviaran a casa. Quería
fingir un ataque de apendicitis aguda. No hace mas de un mes que su
hermanastra le dío un ataque de apendicitis aguda. Los síntomas de
la apendicitis son: vómitos, fiebre, quitar el apetito de comer.
Entonces le preguntó a la niñera de como se producía un
apendicitis, ella contestó que era las cerdas de los cepillos de
dientes. Y el le dijo: ¿Eso es verdad? La niñera le contestó que
ella nunca le mentiría a el.
El
niño se ponía muy nervioso cada vez que se encontraba con una cerda
del cepillo de dientes en la lengua. Cuando subió y llamó a la
puerta de la celadora, le dijo que le dolía mucho pero ella le dijo
que había comido mucho bizcocho, le dijo que no pero le mentío.
Lo
tumbó en la camilla y empezó a tocarle por la barriga, cuando le
tocó por el lado inferior a la derecha de la barriga (donde se
encuentra la apéndice) y pegó un grito diciendo ¡Hay, hay! Salio
de la habitación y dentro de una hora llegó el médico repitiendo
lo mismos pasos, y tuvo la oportunidad de volver gritar. El director
le dijo que había telefoneado a su madre y el no le contestó.
Cuando lleguó a su casa casi se le olvida de fingir que estaba malo.
Cuando
llegó el doctor Dunbar, le preguntó si estaba fingiendo, le había
pillado, porque tenía la barriga blanda y cuando se produce un
apendicitis la barrigua se pone dura. Le contestó que sí
avergonzado. El médico le dijo que iba a decir que estaba malo de
verdad y que se quedase en su casa tres días, pero le dijo que no
volviese a hacerlo más.
La
moraleja de esta historia es que no hay que mentir ni a los maestros
ni a los médicos porque al final siempre la verdad saldrá a la luz.
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